domingo, 7 de octubre de 2012

El “Rolo”: silencio cómplice

Hugo De Marinis

Cuando uno es chico, bien chico, no abundan las posibilidades de elegir amigos. Se depende mucho de las relaciones de los padres y del barrio, que desde la perspectiva infantil, es todo un mundo. No hay otro remedio ni está mal que así sea. Por entonces – en la niñez – uno cree que las amistades que se forjan serán perennes sin tener en cuenta las traiciones del futuro: ¿qué se puede saber de lo que deparará a cada uno el camino que elija o los caprichos del destino en los años maduros?


En la manzana compuesta por Las Heras, Emilio Civit, Pedernera y el callejón Junín de San José, Guaymallén, estaban Osiris y Walter con sus primos, Rolando y Ulises – todos Domínguez – el Negro Godoy, el Chicho Anitori, el Pepito Aro, el Pelado y el Toti Galdeano y yo, entre otros que apenas recuerdo. Salvo a los Domínguez y al Negro Godoy, a los demás les perdí el rastro.

El Pepito Aro alardeaba de ser sobrino del boxeador Carlos Aro, un peso liviano que llegó a representar al país en las olimpíadas de Roma en 1960 y luego fue campeón argentino y sudamericano. El Pepito, al contrario de su tío, era el menos peleador del grupo. Ignoro qué fue de su vida.

El Pelado y el Toti Galdeano eran hermanos de un defensor que respondía al no muy fino apodo de “Pinchila” y que llegó a la primera de Atlético Argentino jugando de segundo marcador central o de punta derecha, según se precisase. Al Toti le decíamos “Escalera” porque cuando se sacaba la camisa se le notaban más que a ninguno, todas y cada una de las costillas, testimonio nada gracioso de la abyecta pobreza de su familia.
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En la adolescencia una mudanza me cambió el panorama de amistades y de estas, las eternas pasaron a ser otras. Con el Negro Godoy y los Domínguez nos veíamos muy de vez en cuando, pero al menos quedó esa conexión inexplicable e indeleble que se forjó como el acero cuando empezamos a tener uso de razón. El Negro se dedicó a una espiritualidad milenaria que ahora no puedo identificar, aunque sé que prosperó en ese menester, a tal punto que en su primera juventud esta práctica se lo llevó por el mundo y terminó recalando en México, según me contó mi hermano. Pero antes de marcharse, seguía viviendo muy espiritualizado en su casa del callejón Junín, adonde lo fui a visitar un par de veces. También fui, una sola, a lo del Rolando.


En los años ’75 y ’76 las visitas, me duele reconocer, se debían más a cuestiones utilitarias que sentimentales. Corrían los años de la militancia y de la represión. Había capturas de compañeros cercanos por doquier. En tales casos el protocolo sugería evacuar rápido el domicilio propio para evitar caídas en cadena, que de todos modos ocurrían. Las amistades indelebles e inexplicables de la infancia se transformaban así en el último refugio.

Mi verso para pedir auxilio – no por maldad sino porque no podía proclamar a los cuatro vientos mis actividades – se reducía al invento de peleas con mis padres; en un principio, quizás me creían. El Negro, por ejemplo, la última vez que me amparó me dijo algo así: “Mirá, olvidate de lo de tus viejos. Lo único que no quiero es ayudar a un chorro para que reincida…si se trata de cuestiones políticas, es diferente: te guardo, porque no creo que haya que perseguir a nadie por eso.” Solo le confié que no era un chorro.

No me podía presentar siempre en la casa del Negro Godoy. En una oportunidad se me habían acabado los lugares donde pernoctar y, mansa locura, en el apuro por hallar un sitio se me ocurrió ir a lo del Rolando. Debía ser un poco antes del golpe; él – de quien sabía que se había incorporado a la policía – no estaba pero su madre, tras dudar unos minutos, accedió a que me quedara y me asignó un cuarto que tenía dos camas.

El “Rolo” – así lo llamaba cuando éramos niños – llegó pasada la medianoche, cuando yo ya dormía. Me desperté y no me acuerdo que conversáramos mucho. Puso su arma reglamentaria debajo de la almohada y me dijo: “no te preocupés que aquí no te va a pasar nada”. Dudé alarmado si solo ostentaba o realmente sabía. Me costó volver a conciliar el sueño porque deseaba con todo fervor que ni se le pasara por la mente el motivo de mi estadía. Su afirmación, sin embargo, insinuaba lo contrario. Apenas despuntó el sol me mandé a mudar a los santos piques y ni loco le volví a pedir que me dejara “estar”.


Me cuenta mi familia que mi padre, todo un caballero, cuando se lo encontraba al “Rolo” – durante la dictadura y después – lo miraba torvo y escupía. Yo, más que nada por mis desterradas ausencias, no me lo volví a cruzar jamás. Además, si lo viera no lo reconocería.


Leí en el blog Juicios por Delitos de Lesa Humanidad Mendoza que Rolando Domínguez fue citado a declarar por el caso de su primo Walter, secuestrado junto a su esposa embarazada – Gladys Castro – el 7 de diciembre de 1977. Mi hermano Gustavo, en una nota del Diario Uno, relata las ambigüedades y torpezas de su testimonio. Me cuesta imaginar al “Rolo” tan olvidadizo, repitiendo la cantilena de lo peor de los criminales de lesa humanidad de negar y negar, aún lo obvio y lo caro frente a su propia familia.


De niño, a diferencia de la fragilidad del Pepito Aro, se las aguantaba cuando había broncas, pero aparentaba asimismo ser incapaz de causar sufrimientos a los demás. No era lo que se dice un pibe malvado. En cambio, sus balbuceos actuales, sus contradicciones, sus olvidos y falsedades en el juicio indican que aquella inocencia infantil ha caído trágicamente en saco roto; que por más perejil de la represión que haya sido – si es que solo eso fue y no algo mil veces peor – tiene miedo de decir la verdad y que su silencio cómplice no hace más que amplificar el desconsuelo de los agraviados, incluidos sus otrora seres queridos. Es increíble cómo puede el destino…o más bien, una opción de la madurez, tornar así de indigno a un ser humano.

La Quinta Pata

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